martes, 10 de abril de 2012

DE AMOR Y BEISBOL EN IXCUINTLA

Este relato lo escribí en 1996, mientras pasaba, en lo personal, una crisis existencial que me llevaba a buscar la identidad que nunca he perdido. El béisbol para mi ha sido siempre un símbolo de esa identidad y la cultura regional que nos distingue a los santiaguenses. La revista Lineas, que publica todavía mi amigo Pepe Narvaez, la publicó entonces, pero el encuentro con los viejos beisbolistas en Tuxpan me hicieron rememorar sus hazañas. Ojalá les guste.

“Estimados aficionados, muy buenas y deportivas tardes tengan todos ustedes” (Profr. Roberto Arce Burgueño, voz oficial del Estadio Revolución al iniciar un partido de beisbol)

Vaya tarde.

Corría diciembre de 1974, y lo que acababa de presenciar nunca lo olvidaría.

Al finalizar la octava entrada, ante el pánico de los miles de fanáticos de los Tabaqueros de Santiago ahí reunidos, con la casa llena de Coqueros, Elpidio “El Pillo” Osuna había soltado un estacazo mortal hacia el jardín derecho. En segundos que parecieron eternos, la pelota parecía perderse en la barda que delimita el Estadio de Beisbol con la Preparatoria 2. Sin embargo, Hector Domínguez, un hombre joven, de baja estatura, corrió como un gamo y pegó un brinco, la mitad de su cuerpo se balanceó hacia atrás de la cerca y estiró su guante. No se cuanto duró el silencio de los miles que contuvimos el aliento. Lo único que sé, es que la algarabía estalló cuando los aficionados que estaban sentados en la barda y no pagaban boleto, aplaudieron la jugada que solo ellos habían visto en toda su magnitud. La esférica apareció en las manos del pelotero y se convirtió en el heroe del juego.

Vaya tarde. No me importaba si el juego había terminado empatado 2 a 2 contra los Coqueros de Tuxpan, nuestros acérrimos rivales, ni que Willie Arano, legendario jugador veracruzano y en ese entonces jugador tuxpeño, se hubiera robado el Home ante las narices de todo Santiago Ixcuintla. Ese día, Había presenciado un gran partido de beisbol.

Es muy dificil describir las emociones que embargan la afición al juego de pelota. En mi caso, como el de muchos santiaguenses, nos ha sido transmitido por generaciones. A los diez años, mi padre recogía pelotas atras de las inacabadas gradas del Estadio “Revolución”. Por él supe que allí jugaron gigantes, los mejores peloteros que jamás pisaron un diamante en la costa de Nayarit.

Por años crecí imaginandome los batazos de Ildefonso Ruiz, la picardía de Orestes Miñoso, la estatura del primer “Charolito” Orta y las carreras de “El Pato” Hernandez. Quiso la suerte y el tiempo que pudiera conocer a uno de ellos, Pepe Rodriguez, jugador de gran clase y emocionarme con sus jugadas en la malograda Liga del Noroeste; era un pelotero de gran jerarquía, cubría con su guante todo el jardín central y coordinaba, oidos, ojos y piernas al escuchar un batazo. Si levantaba los brazos, todos sabían que por muy lejos que volara la pelota, José Rodriguez la atraparía serenamente, sin prisas y con elegancia.

Anhelaba retroceder el tiempo para presenciar las épicas batallas que los Tabaqueros de Santiago libraron en la vieja Liga de la Costa contra los Senadores de Tepic, los Venados de Mazatlán y, por supuesto, contra los odiados Coqueros de Tuxpan.

Actividad fundamental para entender la cultura regional de nuestro pueblo, el beisbol fue apoyado por años por exitosos empresarios que habían sido beneficiados por los años de crecimiento económico en los campos costeños del norte de Nayarit y eran respaldados por un público fundamentalmente campesino, que sin riquezas, tenía dinero para asistir y trasladarse a Santiago, todos los días de juego.

Para los adolescentes de los años setenta, era impresionante encontrarnos de frente con el mundo del beisbol; estadio pletórico, tapizado de sombreros de palma en la tribuna de sol por el rumbo de la primera base, de damas sentadas en cojines atrás de la valla central y sobre todo, era emocionante estar cerca de la tribuna brava, muy brava, del rincón de la tercera base arriba del dogout de los Tabaqueros. Nada escapaba a las lanzetas con fuego verbal que desde allí eran lanzadas a todo el estadio. Ocurrencias, salpicadas con maldiciones eran soltadas con rapidez de ametralladora por la temida voz de Mundo Betancourt. Nada ni nadie escapaba a las mortíferas críticas del grupo reunido en ese lugar. Pobre de aquel Tabaquero que saliera en una mala tarde o de algun manager que tomara una decisión no acertada. Palabras soltadas como dardos candentes atravesaban el estadio y caían sobre jugadores o el público. Esa tribuna era todo un mosaico de personalidades. Aparte de la metralla verbal de don Raymundo, eran memorables la presencia elegante, casi norteamericana, de Carmelo Hernandez, con calcetines estampados y lentes a la Jerry Lewis o los mordaces comentarios soltados esporádicamente por don Eduardo Mendoza “El Botas”. Muchos más se sentaban allí, pero ellos aparecen continuamente en la maraña de recuerdos.

En el campo de juego, mucha enjundia se necesitaba para soportar la presión de un público compuesto por trabajadores y que estaba ávido de espectaculos despues de una ardua jornada de trabajo. Yo admiraba, con una mezcla de temor y fascinación, a varios jugadores del equipo contrario. El antitabaquero por excelencia era Jose Luis Naranjo (“La muñeca” para el respetable); zurdo, de potente bateo, de poderosas piernas, gritón extrovertido con grandes colgajes en el cuello y melena al hombro, dejaba estupefactos a los fanáticos con quemantes líneas al jardin derecho, que en muchas ocasiones terminaban en los pasillos de la Prepa 2; los escupitajos al suelo y los agarrones al suspensorio eran sus clásicos gestos de respuesta cuando, despues de un gran batazo, regresaba a cubrir la primera base de los Coqueros de Tuxpan enmedio del repudio general de los enardecidos aficionados.

Sin embargo, el más temible de todos los rivales era Wenceslao Gónzalez. Jugador de los Cafeteros de Tepic, de cabeza pequeña sin cuello, de enormes espaldas semejante a un ropero, serio, con una sonrisa apenas dibujada cuando se paraba en Home. Tomaba el bat como si fuera un palillo de dientes y descargaba su furia haciendo volar la pelota más allá de los 400 pies en aniquiladores toletazos que siempre pasaban a más de 20 metros arriba de la cerca del jardín central. Su sóla presencia en Home imponía respeto, nadie se metía con él. Era un jugador silencioso que hacía lo suyo, jugar al beisbol.

Muchos otros jugadores causaban impacto a los aficionados santiaguenses, pero ninguno como ellos. Sin embargo, no pueden olvidarse los zapatos blancos del tuxpeño Alejandro Alvarado que regaba hits por todo el campo o la manera de pararse del compostelense Fernando “El Gato” Felix, pero sin duda, Naranjo y Wenceslao, eran los más temibles.

En contraste y por lógica, los peloteros que militaban en las filas de los Tabaqueros de Santiago eran los preferidos de la afición. Nada se comparaba al vuelo de una Spalding prendida por el bat de Manuel “El Caballo” Parra, dirigiendose al jardín izquierdo. Muchos juegos se decidieron así, con el trote de Percheron que tenía Manuel, cruzando la registradora tras pasar la fila de sus compañeros que habían salido del dogout para felicitarlo. Joven santiaguense del barrio del Jardín Juarez, llegó a jugar en Liga Mexicana y era un ejemplo para los jóvenes que lo vimos jugar.

Los Tabaqueros de inicios de los setenta era un equipo de batalla en la Liga del Noroeste: Manuel Parra alternaba la primera base con Ron Macdonald un yanqui tan buen jugador como aficionado a la yerba mala. La segunda base la cubría discretamente Alfonso Paredes, El Shorstop, sin duda, perteneció por muchos años a Porfirio “El Pillo” Mendoza, siempre primer bate, hábil con las manos y veloz con sus arqueadas piernas. El cuadro lo completaba Osvaldo Chavarín, joven amapeño, mustio por naturaleza, anclaba sus Spikes en la zona de la tercera base; los jardines eran custodiados por Rigoberto Pascual Villela, poderoso bateador y buen jardinero izquierdo, el infaltable Pepe Rodriguez en el Central y Hector Dominguez en el derecho. La receptoría era cubierta a veces por Jesus Cota o por Jose Bojorquez, excelente pelotero, a quien la afición bautizó como el “Botequis” por su afición a la ambarina bebida.

Todos ellos, comandados por Ernesto Azcarraga en la loma de pitcheo escenificaron el juego más emocionante que he visto en mi vida. Duelo de lanzadores, con la pizarra abajo 1-0, el mismo Azcarraga conectó un hit doble impulsor de dos carreras para dar la vuelta al partido 2-1. Ya en la séptima entrada, por la intensidad del juego tuvo que dejar la loma de las responsabilidades a otro pitcher cuyo nombre no quiero, ni puedo acordarme, porque a él, con dos hombres en base, Willie, el más pequeño de los Arano, le hizo la gran jugada.

Ante el pasmo de cientos de ojos que lo observaban, el veracruzano avanzó cuatro pasos desde la tercera base. Cuando el lanzador, que nunca se dió por enterado, dió la espalda al plato para tomar el impulso, Willie estaba iniciando un espectacular clavado en home que dejó paralizado al Catcher, ante la locura de las decenas de tuxpeños arrinconados en la tribuna de sol. El robo del reloj de la presidencia municipal no hubiera causado tal impresión. Nunca más, en ningun partido de beisbol, de ninguna liga, he visto un robo de base de esa naturaleza. La cara nos ardía de verguenza.

Sin embargo, la justicia divina es sabia, la inolvidable atrapada de Hector Dominguez había salvado el honor santiaguense y había quedado como la jugada más espectacular del partido. Nadie hubiera alcanzado esa pelota que caía detras de la barda, sin que el orgullo y la voluntad de todo un pueblo estuviera atras de él. Su estampa balanceandose en la cerca quedó plasmada para siempre en la historia de Ixcuintla.

El juego se suspendió por falta de luz, mas salomónico no podía ser el resultado. Al regresar a nuestras casas, mientras la camioneta de don Chilo Brizuela, que desinteresadamente la ofrecía a quienes nos dirigiamos al centro, daba tumbos en el empedrado de la calle Nicolas Echevarría y llegaba a su casa de la calle Bravo, Vicente Martínez Luque, Adalberto Becerra, Raymundo Betancourt, Ramón Santos y muchos adolescentes de la época comentabamos con pasión el encuentro. No terminabamos de valorar lo que habiamos visto.

Ya sólo, subiendo la cuesta hacia mi callejón del cerro de Santiago, respirando el aire puro de la tarde, destilando la emoción por los poros, solo atine a pensar algo que, sin duda, provenía del corazón; amo al beisbol porque amo entrañablemente a Santiago Ixcuintla.

24 de marzo de 1996